El fin de la Antigüedad Clásica en el occidente mediterráneo está irremisiblemente asociado a la irrupción de los llamados pueblos bárbaros en el interior de las fronteras del Imperio Romano. En nuestro bagaje colectivo está esa imagen de los “bárbaros” que, aprovechando la debilidad de Roma, “invaden” sus territorios hasta los confines más alejados de su poder, pero también su corazón mismo, llegando incluso a asaltar la propia Urbs. Sin embargo, la realidad es bastante más compleja y encierra hechos y circunstancias particulares y cambiantes a lo largo de la primera mitad del siglo V. En un momento de gran inestabilidad política y militar, la amenaza latente durante siglos de germanos y otras gentes del oriente europeo se hizo incontenible y a veces instrumentalizada por emperadores y usurpadores. Ocurre además que estos pueblos no mostraban homogeneidad alguna, ni étnica ni cultural, tampoco religiosa o política. Cada uno en cada coyuntura operaba con unas alianzas distintas, en función de su conveniencia, protagonizando inesperados giros estratégicos, pactos entre ellos o con el emperador o sus enemigos. La llegada y expansión por Hispania fue precisamente fruto de uno de esos pactos; también lo fue la práctica aniquilación de alguno de esos grupos o el fortalecimiento de otros. En este contexto cambiante, con alianzas y “reinos” efímeros, resulta muy complicado seguir el curso de cada grupo más allá de lo que nos narran las fuentes históricas y los detalles se pierden en el tiempo. El rastro material de su paso por las ciudades se hace prácticamente imperceptible desde la Arqueología, más allá al menos de la supuesta huella de destrucción que muchos dejaron a su paso. En muy pocas ocasiones los arqueólogos tenemos ocasión de conocerlos de primera mano, dar directamente con sus cuerpos y apreciar desde ellos ciertas claves acerca de su vida, relaciones y propósitos. Es esto mismo lo que trataremos de alcanzar con la oportunidad que se nos ha brindado al descubrir un grupo de enterramientos, la mayoría mujeres jóvenes que, por su atuendo, debieron pertenecer a la “aristocracia” próxima al rey. Mérida, una vez más, nos sorprende con un hallazgo de gran calado histórico, poniendo ante nuestros ojos la prueba más objetiva de la instauración en Emerita, por entonces capital política y administrativa de Hispania, de una “corte” o sedes regia, ya avanzada por las crónicas históricas
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